El suicidio de los pueblos

Death on Skates | La muerte en patines (1899) || Hugo Simberg

Dos textos de Thomas Bernhard (1931-1989). El primero, un fragmento de un discurso que iba a ofrecer en la ceremonia de entrega del premio Anton Wildgans de la industria austriaca en 1968; evento cancelado por la contrariedad provocada por el segundo texto: un discurso pronunciado durante la recepción del Premio Nacional de Literatura de 1967. Extraído de: Mis premios, Alianza, Madrid, 2009. Traducción de Miguel Sáenz.

Nuestro nacimiento nos arroja en una amnesia, ávidos de universo, regeneradores de nada sino de la muerte. La muerte se explica para mí como historia natural, como lo que ha hecho posible el pensamiento. Si tenemos una meta, me parece, es la muerte, aquello de que hablamos, es la muerte…

Os hablo, pues, hoy, de la muerte, pero no os hablaré directamente de la muerte, sería demasiado ambicioso, inútil, hablaré ahora indirectamente de la muerte, por alusión, de esta experiencia que poseemos, que hacemos constantemente, que haremos siempre hasta el infinito, hablo ahora de la muerte, puesto que me habéis encargado un discurso, algo sobre la vida, es cierto, pero yo hablo, aun cuando hablo de la vida, de la muerte… Todo lo que se dice es siempre sobre la muerte… Pero no hablaré hoy de un lugar particular de la muerte, de nada que se refiera al detalle, eso sería, he dicho, demasiado ambicioso, no nos hemos reunido aquí para escuchar un estudio, eso sería una infamia, y mucho más triste; no quiero recubrir esta sala de fiesta con mi negrura, con la negrura general, con las tinieblas generales, por más que hayáis encargado un discurso, y que me lo hayáis encargado a mí, y por más que esta sala me deslumbre, todas las salas de fiesta me deslumbran, comprendéis… y por más que no necesite tener en cuenta consideraciones, no entristeceré esta sala y no os entristeceré… pero de todos modos hablo de la muerte, porque hablo, porque nos gusta oír hablar de la vida, de la muerte, por ejemplo de los hombres y de sus conquistas, porque nos gusta oír hablar de conquistas, de las ciudades y de sus conquistas, de los Estados y de sus conquistas, del macrocosmos del microcosmos… de la capacidad, de la incapacidad, de las enfermedades mortales, de los restos de Europa… ¡de los restos! comprendéis… de la peor impresión imaginable que tenemos todos juntos, y sería necesario decir aquí, ahora, a la vista de todos, lo que habitualmente sólo decimos en la intimidad… pero eso llevaría demasiado lejos, llevaría a la catástrofe… pero yo no hablo tampoco de nuestros lagos, de los valles de alta montaña, de la manera con que los ingenieros desprovistos de gusto pero no de avidez destruyen nuestro hermoso paisaje, de la destrucción general, de nuestra literatura de pequeño-burgueses, de la cobardía de nuestra “intelligentsia”, no, si hablo, es de la muerte… señalo la vida y hablo de la muerte…

No hablo de la historia del espíritu, sino de la muerte, no de las aproximaciones fisiológicas, psicológicas, sino de la muerte… no de los órdenes de grandeza, de realidades perturbadoras, de genio y de martirio, de idiotez y de sofística, de jerarquías y de amargura, todo esto me contento con mencionarlo y hablo de la muerte… y no hablo de religiones, de partidos, de parlamentos, de academias, ni de apatía, de simpatía, de afasia… sería necesario ciertamente que hablara aquí de todo, de todo al mismo tiempo, pero es imposible hablar de todo al mismo tiempo, es absurdo, por lo tanto sólo puedo deciros todo aquello de lo cual yo podría hablar hoy aquí, mencionar lo que en verdad callo, porque no puedo hablar de eso, lo que concierne a la filosofía por ejemplo, a la poesía; no hago sino mención de la ignorancia y la vergüenza… no tiene sentido ir al fondo de ninguno de estos temas que imagino, ante vosotros, desarrollar aquí en esta sala de fiesta uno solo de estos temas… nos falta para eso la más grande, la más alta atención, que se debe exigir y que no tenemos, que ya no tenemos, no tenemos más la más grande, la más alta atención… Pero podría, como podéis imaginaros, hablar aquí del Estado, de la imposibilidad del Estado, y sé que estáis contentos de que no hable de eso, tenéis constantemente miedo de que vaya a decir algo de lo que tenéis miedo y estáis contentos de hecho de que no hable aquí realmente de nada, y no hablo aquí efectivamente de nada; puesto que no hago más que hablar de la muerte… y que hago mención de la dictadura, una justicia criminal, el socialismo y el catolicismo, la hipocresía de nuestra Iglesia… no tenéis por qué tener miedo… de que mencione nada a propósito de sarcasmo, de idealismo, de sadismo… de norte y de sur… y aun de nada ridículo: que la ciudad de Viena es las más sucia de todas las capitales, con los miembros paralizados y la cabeza podrida y los nervios destrozados… nada a propósito de mis tíos carniceros, o de los tíos aserradores, tíos agricultores, etcétera, de mi granja en Nathal, gentes de allá, de su belleza, de lisiados, de tipos de cereales y de engorde de cerdos, la caza moviéndose en el bosque, el paso de un circo por una pradera… de Alexander Blok, Henry James, Ludwig Wittgenstein… cómo se hace de un hombre honesto un criminal de un día para otro, cómo nos encontramos en prisión y cómo fuera de ella… de los asilos de locos, de la división y de la multiplicación… del concepto de abandono y de las neuralgias sociopolíticas… del Estado y del Estado Monstruo, o aun de los distribuidores de premios… ¿o bien debo hacer aquí un discurso de agradecimiento, contar alguna cosa sobre el mal de vivir?… o algo sobre los industriales, o quizá sobre el genio desconocido… sobre la irreflexión, la bajeza, algo sobre la moral, no sé… sobre la vejez como horror ejemplar o la juventud como horror ejemplar, sobre el suicidio, el suicidio de los pueblos…


Discurso pronunciado el 22 de marzo de 1968 en ocasión de la entrega del Premio Nacional de Literatura del estado austriaco

Señor Ministro,
vosotros, los aquí presentes:

No hay nada que exaltar, nada que condenar, nada que acusar, pero hay muchas cosas risibles; todo es risible cuando se piensa en la muerte.

Se atraviesa la vida, se reciben impresiones, no se reciben impresiones, se atraviesa la escena, todo es intercambiable, se recibe una formación más o menos buena en la tienda de accesorios: ¡qué error! Se comprende, un pueblo que no sospecha de nada, un hermoso país-padres muertos o conscientemente sin conciencia, hombres con la simplicidad y la bajeza, la pobreza de sus necesidades.

Todo es prehistoria altamente filosófica e insoportable. Los siglos son pobres de espíritu, lo demoníaco en nosotros es la prisión perpetua del país de los padres donde los componentes de la tontería y de la brutalidad más intransigente se han hecho necesidad cotidiana. El Estado es una estructura condenada permanentemente al fracaso, el pueblo una estructura condenada sin cesar a la infamia y a la flaqueza de espíritu. La vida es desesperación en que se apoyan las filosofias, en las que todo, finalmente, es prometido a la demencia.

Somos austriacos, somos apáticos; somos la vida, la vida como indiferencia a la vida, vulgarmente compartida; somos, en el proceso de la naturaleza, la locura de grandezas, el sentido de la locura de grandeza como porvenir.

No tenemos nada que decir, sino que somos lamentables, que hemos sucumbido por imaginación a una monotonía fllosófica-económica mecánica. Instrumentos de la decadencia, criaturas de la agonía, todo es claro para nosotros, no comprendemos nada. Poblamos un traumatismo, tenemos miedo, tenemos mucho derecho a tener miedo, vemos ya, por más que indistintamente, en último término, los gigantes de la angustia.

Lo que pensamos ha sido ya pensado, lo que sentimos es caótico, lo que somos es oscuro.

No tenemos que tener vergüenza, pero no somos nada tampoco y no merecemos sino el caos.

Agradezco, en nombre personal y en el de aquellos a quienes se distingue hoy conmigo, a este jurado y muy especialmente a todos los aquí presentes.

Thomas Bernhard
Traducción de Miguel Sáenz

” (…) fuera de programa, el ministro de Educación respondió con dos frases a las afirmaciones de Thomas Bernhard y una gran parte de la concurrencia aplaudió. Las conversaciones escuchadas durante la recepción que siguió a la entrega testimoniaron la gran irritación que habían producido el discurso y el incidente. Dos interrogantes quedan abiertos: el de la oportunidad de las circunstancias y, el más importante, el de saber qué sociedad puede abstenerse de tal irritación.